Historia: del Procurador y del Colegio
Historia del Colegio
Historia del Procurador
1.- Del Procurador al Personero.
Sería conveniente dejar sentado en este apartado inicial qué es y qué labor desempeña el procurador, para después extenderse en una visión histórica que abarque desde el nacimiento hasta la consolidación de esta figura jurídica. Según el diccionario María Moliner, “procurar” deriva del latín procurare, de curare, de cura o cuidado. Para el D.R.A.E., procurador o procurator es la persona que, con la necesaria habilitación legal, ejerce ante los tribunales la representación de cada interesado en un juicio. Tal representación debe ser entendida en sentido lato, ya que no sólo se trata de una representación física en ciertos trámites jurídicos, sino que incluye la asistencia técnica al abogado en pos de la defensa de los intereses de un cliente común, así como la asistencia y consejo al propio cliente.
El fenómeno de la representación en juicio y con él el “oficio” de procurador, nace en Roma gracias al advenimiento del sistema formulario y el aparcamiento de anteriores métodos consuetudinarios en la aplicación de la Justicia. Aparece en el seno del Derecho Romano, dato que avala en buena medida su desarrollo y firme implantación a lo largo de los siglos, y se alía desde un primer momento con el concepto de representación procesal, uso jurídico en el que entronca la función técnica del procurador.
Ya en España, el Derecho Visigótico da luz al Liber Iudiciorum, reunión de leyes visigóticas promulgadas por Recesvinto en el año 654. En él se establecía como voluntario el recurso al procurador, excepto para el rey, el príncipe y los obispos, con la intención de que su autoridad no minara en exceso la equidad de los jueces y el desarrollo del proceso. Algo más tarde, en la España musulmana, el Libro de Aljoxaní establece que la delegación en el procurador sólo es posible para personas de alto rango en la escala social, idea sustentada en una filosofía similar a la del caso anterior.
Durante la baja Edad Media, el predominio de juicios populares hacia innecesaria la presencia del procurador, y deberán transcurrir varias centurias hasta que, llegado el siglo XIII “la franca recepción del Derecho romano y la creciente influencia social y política de los juristas – patente en las monarquías de Fernando III y Alfonso X – van estableciendo un orden judicial en el que la cultura y la técnica jurídicas están llamadas a ejercer un papel descollante”. En el Fuero Juzgo, versión romance del Liber Iudiciorum, que manda traducir Fernando III, aparece el término personero descendiente directo del anterior procurator, y a él se le dedica el título III del Libro II, “De los mandadores e de las cosas que manden”. Sin embargo, las atribuciones del cargo no se perfilan con nitidez, y si en ocasiones aparece como la persona que en pleito responde por otra, o como el mandadero del señor en el pleito (de ahí la leyenda del título), en otras lo hará como encargado de presentar el escrito de querella ante el juez. Pese a esta cierta ambigüedad, queda claramente establecida la posibilidad de actuar en juicio en representación de un tercero, si bien “el daño y el provecho del pleyto deven pertenezer a aquél que metió el personero” (Ley VII).
Posteriormente surgen en el entorno del Rey Sabio dos libros que reglamentan la representación procesal; el Fuero Real, y las Partidas. El Fuero Real trata “De los personeros” en su Libro I, título X, compuesto de diecinueve leyes, y define a éste como la persona designada “por las partes que han pleyto si no quisieren o no pudieren por si venir al pleyto”, de donde se deduce la preeminencia dada por el texto legal al concepto de representación. Pero será en las Partidas donde se asienta de forma casi definitiva la figura del procurador. Nos detenemos en “De los personeros”, título V de la Tercera Partida, compuesto por veintisiete leyes. En esencia, se le define diciendo que “es aquel que racabda (garantiza) o faze algunos pleytos o cosas agenas, por mandado del dueño dellas”, y explica la razón del nombre “e ha nome de personero por que paresce (comparece) o está en juycio, o fuera del, en lugar de la persona de otri”. El personero actúa “por mandado del dueño”, pero además se le distingue una doble función; de un lado la representación procesal, ya “que recabda o face algunos pleytos… en lugar de la persona de otri”, aludiéndose así a las funciones de garantía, al comparecer o estar en el proceso, y de otro la función extraprocesal “face algunos pleytos o cosas agenas… en juycio, o fuera del”. Otro aspecto significativo afecta al hecho de que la relación entre mandante y procurador se vincula a través de un testimonio documental: “el procurador, como mandatario, precisa encargo del mandante, que se plasma en un documento, el cual recibe diversos nombres, como “mandato”, “carta de personería” o “poder”. Una vez aceptado el poder, el procurador está obligado a seguir el juicio, salvo en caso de que concurran al mismo circunstancias excepcionales. A modo de conclusión podemos señalar que aspectos como los antes mencionados harán del código legislativo alfonsino el lugar en el que se consolidará de forma definitiva la figura del procurador, distinguiendo y afianzando la separación entre la defensa y la representación, esto es, entre el advocator (abogado) y el personero (procurador), en un proceso que continuará su desarrollo en los siglos posteriores.
2.- La profesionalización: los primeros Colegios.
La Edad Media se caracteriza por una disposición de la casi totalidad de los estamentos sociales, y especialmente entre los miembros de las distintas profesiones, a constituirse en asociaciones de carácter gremial. La agrupación en Colegios profesionales es una manifestación más de ese sistema de articulación social, y los procuradores no fueron ajenos al mismo. Además, el hecho de que el procurador sea una figura con una presencia cada vez más importante en el proceso judicial, aumenta su conciencia de pertenencia a un grupo profesional específico y favorece las ideas asociacionistas. Un primer intento en tal dirección tuvo lugar en el año 1279 en Tortosa, con la aparición del Llibre de les Costums, código de carácter profesional en el cual los procuradores se otorgaban el título de senyor del pleyt. Pero el primer Colegio profesional fundado como tal y dotado de unas normas u ordinaciones para regular su gobierno aparece en Zaragoza el 20 de agosto de 1396. Habrá que esperar más de un siglo hasta la aparición del Colegio de Barcelona, mediante un privilegio dado por el rey Fernando el Católico el 1 de diciembre de 1512, y hasta el 1574 para constatar la del Colegio de Madrid. Como veremos con más detalle al tratar del Colegio de Zaragoza, la impronta que la religión imprimía en estas agrupaciones era muy poderosa, como lo demuestra el hecho de que sus primeras denominaciones fuesen las de cofradías, y que la mayor parte de sus ordenanzas se ocupasen de aspectos de índole religioso así como del ceremonial litúrgico que debía acompañar a sus reuniones, siempre al amparo de una misa. Sólo muy lentamente conseguirán los cofrades-procuradores ir menguando el peso del componente espiritual para aumentar el terrenal. Dicho de otro modo, se avanza, aún con lentitud, hacia la profesionalización de todo aquello que rodea al procurador, algo que podemos apreciar con meridiana claridad al comparar la evolución de los textos que conforman las distintas ordenanzas colegiales.
La citada profesionalización se refleja también en el aumento considerable de la legislación que afecta a los procuradores. Bajo los Reyes Católicos se dan sucesivamente tres textos que contemplan a éstos: las Ordenanzas Reales de Castilla u Ordenamiento de Montalvo (1484), las Ordenanzas dadas en Córdoba para la Corte y Chancillería de Valladolid (1485), y las de Medina (1489). Junto a ellas, un gran número de cuestiones relativas al ejercicio de la procura jalonan las ordenanzas de otros tantos territorios y poblaciones peninsulares. En ellas podemos seguir la evolución del concepto de responsabilidad profesional, que ha ido adquiriendo con el paso del tiempo una mayor importancia. Así, en Cataluña, desde 1564, es obligado “a responder con sus propios bienes por negligencia y a ser sometido a pena corporal por dolo o por soborno. En Castilla, y a partir de 1507, el poder del procurador tiene que ser considerado suficiente (bastante) por un letrado. Se insiste en la prohibición de la cuota litis en los letrados y en Cataluña se les condena desde 1547 a pagar los gastos del proceso, cuando piden la evocación en una causa que no es evocable”. Se observa coma toma fuerza la mecánica del bastanteo, o autorización dada por el abogado al procurador mediante la cual el primero reconoce la capacidad jurídica del segundo, en una relación que sólo se comprende en el terreno que el procurador comparte con el abogado, por contraposición al que comparte con el cliente.
Junto al desarrollo de medidas relativas a la deontología profesional, aparecen otras que tratan de controlar el número de individuos que pueden ejercer en calidad de procuradores, lo cual nos pone sobre aviso acerca de la existencia de un mayor número de profesionales del que la tasa de población podía asimilar. No es de extrañar así que en los siglos XVI y XVII se dictasen múltiples “pragmáticas para perseguir el intrusismo hasta conseguir que el oficio de Procurador se patrimonialice y pase a venderse como otros cargos o empleos”. Ello supone la implantación del sistema basado en el numerus clausus, al restringirse de forma drástica el volumen de individuos que pueden obtener el título y, en consecuencia, practicar su labor profesional. Esta mercantilización, iniciada por Felipe II y que pervivirá hasta finales del siglo XIX, supone en la práctica la entrada del procurador en el mundo de los oficios enajenados, esto es, vendidos por la Corona a cambio de importantes sumas de dinero, y que posteriormente podían ser revendidos por sus titulares. Con la implantación de este sistema se acrecienta la relación entre procuradores y dinero, relación por demás peligrosa al establecerse en virtud de la adquisición mediante compra de un cargo en el que buena parte de sus nuevos propietarios tan sólo veían un eficaz instrumento al servicio de su medro personal. Ello provocó el aumento de las suspicacias, motivo suficiente para que la figura del procurador pasara a engrosar el rico universo que puebla, entre los siglos XV y XVII, nuestra mejor literatura clásica. El Arcipreste de Talavera, Manrique, Sebastián de Horozco, Rojas, Mateo Alemán, Cervantes, Lope, Quevedo, o Diego de Torres y Villarroel, serán las plumas más y mejor afiladas. El blanco de sus críticas es la apetencia crematística del procurador, que consideran desmesurada, si bien dicha opinión entronca con una visión general de la administración de Justicia y de sus representantes.
Gran parte de la problemática anterior hallaba su origen en la imprecisa definición de las cantidades que por un determinado trabajo debía percibir el profesional. La estimación se efectuaba a través de datos objetivos, es decir, según las peculiaridades de cada caso considerado éste de forma única e individual, sin que existiese un baremo que permitiese cuantificar las cantidades que debían recibirse. Si bien es cierto que con anterioridad se habían dictado varias pragmáticas relativas a la moderación de los salarios de abogados y procuradores, caso de la concedida por Carlos I en las Cortes de Monzón de 1542, y que no era sino reproducción de la dada en 1503 por Isabel la Católica para Castilla, no lo es menos que dichas leyes nunca lograron la unificación de sus emolumentos. La inexistencia de tablas arancelarias provocaba así una difícil situación que vino a remediarse en parte con la publicación el 6 de octubre de 1640 de las Ordenanzas de la Nunciatura Apostólica, que si bien eran sólo aplicables a los procuradores de la Nunciatura, sentaron un sólido precedente al “haber sido la primera implantación arancelaria de los derechos de los procuradores”. Será en el próximo siglo cuando se dicten los aranceles del reino de Valencia, el 9 de enero de 1722, y de la Corona de Aragón, el 20 de octubre de 1742, hasta llegar al 13 de abril de 1764, fecha en la que “el Real Consejo de Castilla ordenó la formación de un arancel general de todos los instrumentos, autos y diligencias que ocurriesen y pudiesen ocurrir, sin omitir caso ni diligencia alguna por mínima o extraordinaria que fuese, y asignasen los derechos que de por sí se estimasen que correspondían en buena conciencia, teniendo en consideración los aranceles antiguos, si los hubiere, la costumbre y la práctica, estando comprendidos en dicho arancel los jueces, escribanos reales, contadores de cuentas, los procuradores, porteros y alguaciles. Al poco tiempo se cumplió este encargo, pero hasta 1782, después de diferentes recursos y pretensiones, no fueron aprobados por el Real Consejo”. Habrá que esperar por tanto hasta el año 1782 para que el conjunto de los procuradores españoles se rija por un único arancel, lo que permitirá la unificación a efectos pecuniarios del desempeño de la procura en todo el territorio peninsular, y evitará los constantes litigios y enfrentamientos que hasta esa fecha y por ese motivo se provocaban ante los tribunales.
3.- La Reforma Judicial: la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1.870.
Con el inicio del siglo XVIII los Borbones pasan a ser la dinastía reinante en España, lo cual supone la clausura del sistema político-administrativo instaurado por los Austrias. En 1707 Felipe V establece los primeros decretos que derogaban los derechos de los distintos reinos españoles, y a partir de ese instante el sistema jurídico-administrativo castellano servirá de obligada referencia al conjunto de los territorios de la Corona. Valga como ejemplo de esa unificación en los procedimientos administrativos la creación en el reino de Aragón de una nueva Audiencia, que actuará según los usos de Castilla y con idéntico rango a las Chancillerías de Valladolid y Granada. En cuanto a las repercusiones directas que la centralización tuvo para los procuradores, podemos significar la que hace referencia a los aranceles judiciales, cuya aplicación uniforme a todo el territorio nacional será efectiva a partir del 25 de junio de 1782. Otro tanto ocurre con la normativa aplicable a la Justicia gratuita, impuesta a todo el Estado siguiendo el modelo castellano.
Hay que esperar a los albores del siglo XIX para que haga su aparición un nuevo corpus jurídico que redefina la figura del procurador. En 1805, bajo el reinado de Carlos IV, se promulga la Novísima Recopilación, obra que como su mismo título indica, no es sino una reunión de normas dictadas durante el Antiguo Régimen. Cuestiones como el numerus clausus o el sistema de oficios enajenados perviven con ligeras modificaciones. Sin embargo no tardarán en llegar los cambios, y el caso más representativo es precisamente el de los títulos enajenados, cuya repercusión afectará a la esencia misma del oficio, al regular quién y cómo puede actuar ante los tribunales en calidad de procurador. Un imparable aluvión legislativo irá lentamente abocándolos a su desaparición. El Real Decreto de 11 de noviembre de 1816, los declara tanteables por la Administración. Una Real Orden de 9 de junio de 1817 resuelve conceder al Consejo Real la totalidad de las competencias en su venta, así como impedir la cesión de los mismos. Un Decreto de 12 de junio de 1822 los suprime casi por completo bajo el imperativo de ser contrarios a la Constitución. Por último, y aun a riesgo de adelantarnos en el tiempo, una Real Orden de 28 de octubre de 1867 establece que todo oficio de procurador pasado un año sin servicio efectivo será considerado vacante y de nuevo provisto por el Ministerio de Gracia y Justicia de forma intransferible y vitalicia.
Entrados ya en el estado burgués, el crecimiento de la producción de textos legislativos será incesante. A ello se suman las constantes alternancias en el poder entre conservadores y liberales, que provocarán un efecto multiplicador en la promulgación de dicha literatura. Además, justo es reconocer que los distintos órganos que conformaban la administración de Justicia debían ser sometidos a profundas reformas, extensibles a la organización judicial española en su conjunto, reformas a las que no será en absoluto ajeno el procurador, quien se verá grandemente afectado al aplicarse dichas medidas. Sirvan como referencia el Real Decreto de 17 de octubre de 1835, más conocido como Reglamento del Tribunal Supremo, las Ordenanzas de las Audiencias, de 19 de diciembre de 1835, y el Reglamento de los Juzgados de Primera Instancia, de 1 de mayo de 1844, primera disposición legal que de forma taxativa exige la constitución de fianza al aspirante a procurador (Art. 61), medida que una Real Orden de 29 de marzo de 1846 amplía a los ya ejercientes. Pero es en la Ley de Enjuiciamiento Civil, de 5 de octubre de 1855, donde los procuradores hallan un verdadero baluarte en la defensa de sus intereses. En su artículo 13, la Ley universaliza la necesaria intervención en juicio del procurador salvo en casos excepcionales, con la intención tácita del legislador de que se establezcan mayores garantías y unas más amplias condiciones de igualdad entre las partes, a lo que hay que añadir la idea de que la interposición del procurador facilitase la comunicación entre litigantes y jueces. Así, y gracias en primer lugar al precepto que establece como necesaria la intervención en juicio del profesional, esta nueva ley “influyó, notablemente, en el incremento de procuradores, al existir, como es lógico, un campo más amplio en el que actuar”.
Si importante es la Ley de 1855, fundamental será la Ley Orgánica del Poder Judicial, de 15 de septiembre de 1870, que bien podemos considerar como el hito legislativo más significativo, por cuanto al procurador hace referencia, de todo el siglo XIX. En primer lugar, se establece en ella la supresión del numerus clausus, con lo que se abre definitivamente el libre acceso a la procuraduría. Unido a esto, se declara obligado el depósito de una fianza variable en función de la localidad en que se ejerza, lo cual, sin ser del todo novedoso, si lo es en cuanto supone de universalización de la medida, al tiempo que actúa como instrumento de control de acceso al imponer un límite económico que el aspirante debía superar. En cualquier caso, el fin del numerus clausus, y por consiguiente el reconocimiento del carácter ilimitado de la procura, significa la muerte efectiva del sistema de oficios enajenados, rompe siglos de enquistamiento y permeabiliza la profesión al abrirla al conjunto de la sociedad. Otro aspecto importante hace referencia a la colegiación, que se establece como preceptiva en las ciudades donde existiese Audiencia y optativa en las que no la hubiese, así como en poblaciones con al menos veinte procuradores en ejercicio. La adscripción al Colegio de Procuradores que en cada caso correspondiera se constituye como exigencia básica para poder ejercer la profesión, con lo que concluye el periplo iniciado en pleno siglo XIV por los entonces notarios causídicos de Zaragoza en su búsqueda de la justa definición del perfil profesional del procurador.
Fruto de las disposiciones emanadas de la Ley de 1870 es la publicación, un año más tarde, del decreto mediante el cual se establecía el Reglamento de Exámenes para los aspirantes a procurador, con fecha de 16 de noviembre de 1871. En él se fija la convocatoria de dos exámenes anuales ante las respectivas Audiencias, estipulándose como exigencia la posesión del título de Bachiller en Artes y la realización de prácticas en el despacho de un procurador durante al menos dos años de forma ininterrumpida. La necesidad de controlar este último requisito motivó la promulgación de una Real Orden de 24 de enero de 1893 que instauraba el Registro de Aspirantes, completada posteriormente con otra de 22 de junio de 1904, que devenía en obligatoria la inscripción en dicho registro tras haber concluido el pertinente periodo de prácticas. El objetivo último de estas disposiciones era que el aspirante pudiera demostrar mediante un registro documental debidamente normalizado la realización de las prácticas en las condiciones y durante el tiempo establecido, así como la fijación de las condiciones que regían en el examen.
A modo de resumen de las novedades acaecidas en el periodo analizado, podemos establecer que durante el mismo “comienzan a nacer los Colegios de Procuradores que toman como modelo a los ya existentes como es el caso de los de Madrid, Zaragoza y Barcelona, de quienes copian sus estatutos. Se aprueba un reglamento que instaura la exigencia del título de bachiller para los futuros procuradores ejercientes en capitales con Audiencia. Asimismo, y aparte de la no limitación en el número de procuradores, se implanta el sistema de acceso por titulación académica y examen.”
4.- La Junta Nacional y el Estatuto General de los Procuradores.
Los últimos años del siglo XIX y el XX en sus albores vienen marcados por dos ideas que aglutinarán en gran medida los esfuerzos de los procuradores españoles. Se trata del establecimiento de unos aranceles que adecuen al momento presente las percepciones económicas de los profesionales, y de la reglamentación del acceso a la profesión. A consecuencia de lo anterior y bajo su influencia, se producirá un movimiento de carácter asociativo a nivel nacional al descubrirse la necesaria convergencia de esfuerzos en la búsqueda de esos objetivos comunes. Asociacionismo que se plasmará en unas primeras Asambleas Generales que desembocarán en una Junta Nacional, en el seno de la cual tomará cuerpo el primer Estatuto General de los Procuradores.
En lo que respecta a los aranceles, los últimos datan de 1883 (para la jurisdicción criminal hay que remontarse a 1873), lo cual supone que a comienzos de siglo se arrastra un atraso de al menos dos décadas en la fijación de las retribuciones económicas que debe percibir el procurador por su labor profesional. Se inicia entonces un periodo de movilizaciones con la vista puesta en la reforma arancelaria, que tendrá su primer hito en el Real Decreto de 26 de diciembre de 1907 para la Justicia municipal, y proseguirá su andadura con el Real Decreto de 6 de noviembre de 1911, que aprueba el arancel en asuntos civiles ante los tribunales, juzgados municipales y juzgados de primera instancia. Sin resolver del todo el problema, ya que para ciertas actuaciones seguían vigentes tanto los aranceles de 1873 como los de 1883, estas nuevas tablas supusieron un paso de singular importancia en la materia, ya que “en primer lugar, se trataba del primer arancel específico para procuradores, desgajado de un arancel judicial común para todos los curiales, como hasta entonces se habían regulado sus derechos. En segundo lugar, es de resaltar su extensión, nada menos que 121 artículos, 11 disposiciones generales y una disposición transitoria. …En tercer lugar, y no por ello menos importante, se trataba del primer arancel en el que los derechos procuratoriales nacían de una combinación de cantidades fijas por diligencias con tarifas y tantos por cien en función de las cuantías y tipos de procedimientos.” Incluso reconociendo su importancia, era este un arancel que nacía condenado a un vida por demás efímera, ya que dejaba sin tratar campos en los que era necesaria la reforma. Por ello, los procuradores de toda España a través de sus colegios, presionaron hasta conseguir del Ministerio de Gracia y Justicia la formación de una comisión arancelaria, Real Orden de 7 de julio de 1914, que desembocó en un Real Decreto de 13 de noviembre de 1916 que daba luz a un nuevo arancel para procuradores y secretarios judiciales, aplicable en asuntos civiles a los juzgados de primera instancia y juzgados y tribunales municipales, dejando fuera al resto de jurisdicciones, con lo que el legislador volvía a quedar corto en su intento de reforma definitiva. De nuevo la Comisión Ejecutiva de los Procuradores de España, órgano creado por la Asamblea de Procuradores de 1914, encabezada por el decano del Colegio de Madrid, Luis Soto Hernández, volvió a presionar al Ministerio en el sentido de ampliar la cobertura de los aranceles al conjunto de jurisdicciones que hasta el momento quedaban sin contemplar, caso de los recién creados Tribunales Industriales. Fruto de esos esfuerzos fueron el Real Decreto de 19 de abril de 1920 con el arancel de los derechos de los procuradores en asuntos ante los Tribunales Industriales, y posteriormente el Real Decreto de 13 de agosto de 1920 que autorizaba en tanto en cuanto no se estableciera una tabla arancelaria de carácter general, un aumento porcentual de sus retribuciones en la vía civil. Pero todo el camino adelantado se vio truncado con el Real Decreto-Ley de 7 de enero de 1929, motivado por el celo presupuestario del Gobierno del momento, que derogaba el anterior arancel de 1920 y dejaba a los procuradores con unas tablas de percepciones notoriamente anticuadas.
Hemos visto como las dificultades económicas por las que pasaba la clase, enfrascada en una lucha por la mejora de sus retribuciones que hallaba escaso eco en el Gobierno debido a la mala situación del país, promovieron las ideas asociacionistas. Otro tanto ocurrirá con el siempre espinoso asunto del acceso al ejercicio profesional. Surgen así las Asambleas Generales de Procuradores, las tres primeras celebradas en Madrid en los años 1890, 1904, y 1914, y la cuarta y última en Barcelona en 1922. Es en la tercera de ellas (Madrid, 1914), donde con mayor fuerza se abordó el tema de la limitación del número de procuradores, medida de corte proteccionista que pretendía evitar un exceso de competencia entre éstos a causa del elevado número de profesionales ejercientes, pero que no fue atendida por el legislador para quien prevaleció la idea de que fuese la libre competencia y la dialéctica entre oferta y demanda la que dominase, amparando su decisión en la negativa a acotar el campo de elección de los litigantes así como a perjudicar derechos ya adquiridos.
Es de nuevo el debate en torno al numerus clausus centro de atención, si bien y en estricta justicia deberá reconocerse que nunca había dejado de serlo. Desde una perspectiva puramente diacrónica, hay que recordar que la ilimitación en el ejercicio de la procura es la excepción y no la regla, ya que desde la Edad Media hasta los comienzos del siglo XX, la regulación del número de procuradores había sido lo habitual. Es decir, que en un periodo superior a los seis siglos, si tomamos como punto de partida el siglo XIII en atención a que fue entonces cuando se consolidó el concepto de procura, tan sólo las últimas décadas, y más concretamente a partir de la entrada en vigor de la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1870, se vieron libres de mecanismos que prefijaran el número de procuradores ejercientes. Sin embargo, desde una perspectiva sincrónica, esto es, teniendo presente el puntual momento histórico en el cual nos hallamos, la desregularización era tendencia constante en otros muchos campos de la vida social española, tendencia bajo la que latía la idea liberalizadora de primar los intereses generales antes que los particulares de clase o gremio. En lucha contra ese sustrato ideológico era difícil que los procuradores consiguieran sacar adelante sus intereses, aunque no por ello cejaron en el intento.
Y así, en la consecución de ese objetivo, se convocó en 1922 una nueva Asamblea de Procuradores en Barcelona, que fracasó tal y como le había ocurrido a la anterior. Idéntica suerte tuvo un posterior intento, a comienzos de 1929. Sin embargo, no todo iban a ser contratiempos. El 19 de abril de 1920 se publicó un Real Decreto que aumentaba las fianzas, lo cual suponía elevar de hecho el listón exigido para entrar a formar parte de la profesión, si bien fuese por vía pecuniaria. Para que la medida no afectara a los ya ejercientes se “excluía del aumento de fianza a los Procuradores en ejercicio, y a los que a la fecha de su publicación tuvieran iniciados los expedientes de aprobación de la fianza constituida”. Pero la victoria sonrió a los procuradores el 23 de agosto de 1934, al publicarse un Decreto que volvía a limitar el número de procuradores al reconocer que el exceso de profesionales complicaba e incluso en ocasiones llegaba a estorbar el buen funcionamiento de los tribunales, “por lo que el poder público debía adoptar precauciones y fijar normas que previnieran y evitaran luchas y competencias que la cantidad cada vez menor de asuntos judiciales y las tendencias a restringir la obligatoria intervención del procurador hacían más agudas y frecuentes”. Se formaba un registro de aspirantes, siendo necesaria la titulación en Derecho para poder inscribirse en él. Dicho registro funcionaba como lista de espera en caso de producirse una vacante, siempre y cuando no se excediera del número de ejercientes autorizado, en cuyo caso la plaza era amortizada. Se cerraba así el breve periodo que va del año 1870 al 1934, en el que no había sido efectiva la regulación mediante numerus clausus, si bien la solución tomada no lo era sino a consecuencia de los críticos tiempos que corrían. La regresión en materia arancelaria provocada por el ya mencionado Real Decreto-Ley del año 1929, que imposibilitaba el aumento de los ingresos obtenidos por el ejercicio profesional, hacía obligatorio ajustar el reparto de beneficios mediante la mengua del número de perceptores de los mismos. La filosofía es por demás sencilla; a menor volumen de ingresos, menor número de individuos entre quienes repartirlos.
Si la II República había establecido una medida de corte proteccionista al recuperar la limitación de número, traía consigo otra que con el transcurrir de los años se descubriría de gran importancia para la profesión. Nos referimos al levantamiento de la prohibición, presente desde las Partidas, de que la mujer pudiese ejercer la representación en juicio. Medida de la que hay que culpar a los sistemas socioculturales que han regido buena parte de nuestra historia y que buscaban apartar a la mujer de la vida social activa, antes que a cualquier otra consideración sobre la mujer y sus capacidades. Basado en el principio de igualdad entre los sexos declarado en la Constitución de 1931, el Decreto de 6 de mayo de 1933 abolía la prohibición. A partir de ese momento, si bien al principio de forma tímida, la incorporación de la mujer a la profesión ha sido un factor de gran relevancia para ésta, hasta constatarse el hecho de que en nuestros días su presencia es ya mayoritaria.
En el repaso de los problemas con que se enfrentaban los procuradores durante el primer tercio del siglo XX, se ha descubierto la importancia del movimiento asociativo de clase, que iniciado durante la Edad Media con la aparición de los primeros Colegios, tendrá su colofón en la reunión de todos los procuradores españoles en una única asociación profesional. Pasos previos fueron las Asambleas de Procuradores, la primera de ellas celebrada en Madrid en 1890 y la última en Barcelona en 1922. En ellas se elegía a una Comisión Ejecutiva de Acuerdos de Asambleas de Procuradores, que actuaba como órgano encargado de ejecutar los acuerdos tomados en Asamblea y cuantos otros considerara de interés. Tras unos años forzosamente estériles dominados por la contienda civil, era llegado el momento de instituir un órgano de carácter nacional que aglutinase a todos los Colegios existentes en el país, y cuya misión principal no podía ser otra que la representación de los procuradores y la defensa de sus intereses. Se vio colmada así una de las máximas aspiraciones de la clase, al crearse por Decreto de 23 de septiembre de 1943, la Junta Nacional de los Ilustres Colegios de Procuradores de los Tribunales, “con la misión de representar a la profesión con carácter nacional, y ‘proponer al Ministerio… cuantas (normas) estimen necesarias para el mejor ejercicio de la profesión’ “. Sus normas de funcionamiento fueron dictadas por Orden de 29 de diciembre de 1943, siendo Manuel Martín-Veña su primer presidente.
La importancia del nuevo órgano representativo se haría evidente con prontitud. Así, de entre las primeras inquietudes que acompañaron a la recién creada Junta Nacional, destaca el proyecto de un código jurídico que regulase la figura del procurador de forma autónoma, desgajada ésta del resto de los personajes que componen el funcionamiento de la administración de Justicia. Iniciativa que culminó con la aprobación por Decreto de 19 de diciembre de 1947, del Estatuto General de los Procuradores de los Tribunales, primer texto jurídico-legal dedicado exclusivamente a la regulación de la procura. En él se trataban todos los temas que afectan a la profesión: aranceles, fórmulas de acceso, régimen de incompatibilidades, fianzas, ejercicio profesional, previsión, etc.
De todos ellos, dos son los que por su relevancia se deben destacar. El primero hace referencia al tan manido asunto de los numerus clausus, que tras su recuperación en 1934 volvían a ser derogados amparándose en el precepto de que la procura, como profesión libre, no podía basarse en un sistema de limitación forzosa de sus miembros. En su primer artículo, el Estatuto General de 1947 establece que “la procuraduría es una profesión libre que podrán ejercer, sin limitación de número, cuantos reuniendo las condiciones exigidas en este Estatuto, soliciten y obtengan su incorporación a un Colegio de Procuradores”. En verdad que la limitación no tenía razón de ser, máxime cuando las anteriores disposiciones al respecto controlaban el número en grandes y medianas poblaciones pero dejaban sin atender a las más pequeñas. En cualquier caso, la filosofía emanada del Estatuto es la que sin modificaciones substanciales se ha mantenido vigente hasta nuestros días. En lo referente a la titulación exigida, se mantenía la de Licenciado en Derecho, según el Decreto de 1934, pero sólo en caso de que la profesión se ejercitase en capitales de provincia, bastando para el resto de poblaciones el título de bachiller y la superación del correspondiente examen. Por último, reseñar que con el objetivo de paliar los efectos negativos que la liberalización de número pudiera acarrear en las percepciones de los procuradores, el mismo Estatuto declaraba un considerable aumento del importe de las fianzas, con lo que de nuevo se establecía la razón crematística como valladar ante un hipotético flujo masivo de pretendientes a la procura.
El segundo gran aspecto que el Estatuto de 1947 ponía sobre el tapete era el de la previsión. Si bien es cierto que desde tiempos inmemoriales los diversos Colegios habían establecido sistemas de montepío para sus miembros, y que desde finales del siglo XIX era constante la inquietud por ampliar tales fórmulas de previsión a ámbitos de alcance nacional, también lo es que hasta ese momento los resultados no podían en modo alguno calificarse de halagüeños. De ahí la importancia de la creación de la Mutualidad de Previsión de los Procuradores de España, cuyo reglamento se aprobó por Orden de 15 de marzo de 1948, posteriormente modificado por Orden de 24 de junio de 1953. La Mutualidad, de obligada adscripción para todo procurador, se conformó como organismo dependiente de la Junta Nacional, y así lo demuestra el hecho de que el presidente de ésta lo fuera automáticamente de aquella.
Hay que reseñar que con la aparición de la Junta Nacional se cierra un capítulo cuya estela hemos venido siguiendo a lo largo del tiempo. Se iniciaba en la Edad Media con el despertar de una conciencia de clase en función de la pertenencia a un colectivo profesional específico, lo que desembocaba en la fundación de los primeros Colegios; hallaba continuidad en las cada vez más numerosas reglamentaciones de la profesión dictadas durante el Antiguo Régimen; en las Asambleas de Procuradores de 1890, 1904, 1914, y 1922; para finalizar con la creación de la mencionada Junta Nacional y, traída de su mano, de la Mutualidad de Previsión de los Procuradores de España. Un largo camino en la lucha por el fortalecimiento de la clase, que acababa así coronada por el éxito.
En la etapa que nos ocupa deberán resolverse todavía ciertos problemas que acucian a los profesionales, siendo el más destacado el relativo a los aranceles. Tras el paso atrás del año 1929, con la recuperación de viejos aranceles que se consideraban ya superados, la nueva ilimitación de número decretada en el Estatuto de 1947 colocará a los procuradores en una difícil tesitura económica ante el previsible aumento de la competencia profesional. En consecuencia, un año más tarde se creará una comisión arancelaria cuyos trabajos darán lugar a los nuevos Aranceles Judiciales, publicados según Decreto de 19 de octubre de 1951, y “que en lo que incumbe a los procuradores, derogaba las rancias y arcaicas disposiciones remuneratorias del viejo arancel de 1883 y las del ya superado arancel de 1916”. En lo relativo a Justicia municipal y jurisdicción criminal, hubo que esperar al Decreto de 10 de junio de 1965 que “expresamente derogaba los anteriores aranceles de 1916 de actuaciones municipales, y de 1873 para las criminales”. Ante tales anacronismos es fácilmente justificable la insistencia de los procuradores en el tema arancelario.
5.- El Procurador en la España Democrática.
Tras la aprobación de nuestra Carta Magna de 1978, se inicia un nuevo periodo en la vida nacional al que no podían ser ajenos los procuradores. Con anterioridad habían cambiado su denominación los dos órganos representativos más importantes de la clase, caso de la Junta Nacional, que pasa a designarse Consejo General de Procuradores (20 de mayo de 1977), y de la Mutualidad de Previsión de los Procuradores, actual Mutualidad de Previsión Social de Procuradores (30 de enero de 1993). Pero sin duda no serán éstas las modificaciones más significativas. De mucho mayor calado es la redacción de un nuevo Estatuto General, según Real Decreto de 30 de julio de 1982, y que tras derogar el anterior de 1947 se halla actualmente en vigor. En los grandes temas que hemos venido analizando los cambios no son en absoluto revolucionarios y, de hecho, se mantienen las grandes coordenadas que rigen en la profesión, caso de la ilimitación de número, siguiendo la doctrina que ve a la procura como partícipe de las características propias de toda profesión liberal, o la relativa a la necesidad de depositar una fianza en el momento de acceder a la colegiación, por otra parte obligada (art. 21). Fianza que se mantiene en las mismas cantidades que las establecidas en el anterior Estatuto salvo en caso de los Juzgados, al desaparecer las distinciones entre los mismos, si bien los límites con que se regula su aplicación son más abiertos que los marcados en 1947, pues “responde de los gastos judiciales devengados en el ejercicio de la profesión, así como de los demás conceptos establecidos por las Leyes”. El título V del Estatuto regula el funcionamiento de la Mutualidad de Previsión de los Procuradores, siendo obligada la inscripción en la misma para quienes deseen ejercer la procura (art. 74), así como a adherir en sus escritos una póliza según la cuantía establecida (art. 75). En cuanto a las novedades del Estatuto, afectan a la exigencia universal del título de Licenciado en Derecho (art. 5), sin distinción del lugar en que se vaya a ejercer, sea o no sede de Audiencia, eliminándose de paso la obligatoriedad de superar cualquier tipo de examen.
El Estatuto General de 1982 establece en el título II, capítulo IV “De los derechos”, el relativo a las retribuciones pecuniarias (arts. 15.2, 17, 18, y 19), manteniéndose la prohibición de la cuota litis (art. 17). En relación con esta materia, decir que por esas fechas se halla en estudio un proyecto de aranceles para actualizar en su cuantía la remuneración de los procuradores, que dará lugar a la aprobación, por Real Decreto de 19 de junio de 1985, del Arancel de Derechos de los Procuradores de los Tribunales. Tras un corto periodo se plantea su modificación, en gran parte debida a los cambios habidos con motivo de las reformas sufridas por la organización judicial. Será el Consejo General de Procuradores el encargado de constituir una comisión para la elaboración del nuevo proyecto, que tras el preceptivo dictamen del Consejo de Estado, es aprobado mediante Real Decreto de 22 de julio de 1991. En su única disposición adicional “se autoriza al Ministro de Justicia a revisar, por orden, las cuantías fijas de derechos establecidos en el Arancel, previa audiencia del Consejo General de Colegios de Procuradores de los Tribunales, a fin de adaptarlos a las variaciones del índice de precios al consumo”. Actualización que llegará por Orden de 17 de mayo de 1994, y que vino a completar los aranceles profesionales, estructurados en seis títulos dedicados respectivamente al orden civil, penal, contencioso-administrativo, y social, así como al Tribunal Constitucional, para finalizar con una serie de disposiciones generales. Estos aranceles contemplan las distintas jurisdicciones, tal y como se refleja en su último artículo: “el presente arancel regula los derechos devengados por los Procuradores en toda clase de asuntos judiciales y ante las Administraciones públicas, quedando excluidos del mismo los que correspondan al Procurador por los demás trabajos y gestiones que practique en función de lo dispuesto en los artículos 1.709 y 1.544 del Código Civil” (art. 102). Queda así el capítulo retributivo debidamente actualizado, y su formulación es lo suficientemente generosa para que se eviten situaciones como las vividas en el pasado, con aranceles que jamás contemplaron en su conjunto las divisiones judiciales, y por eso mismo siempre incompletos, a lo que hay que añadir un proverbial anacronismo que dejaba indefensos en el terreno retributivo a los profesionales cuyos derechos debía defender.
En lo que hace referencia a textos legales de carácter genérico pero con directas repercusiones sobre la figura del procurador, hay que señalar que el deseo de renovar viejas disposiciones jurídicas que aún mantenían su vigor legal, llevó al legislador a promulgar nuevas leyes que sustituyeran textos anteriores. Es el caso de la Ley de Enjuiciamiento Civil, que tras entrar en vigor el 1 de septiembre de 1984, derogaba la anterior de 3 de febrero de 1881, así como el de la Ley Orgánica del Poder Judicial, de 1 de julio de 1985, que vino a derogar la de 1870. En la Ley de Enjuiciamiento Civil se regula la postulación a través de la división de funciones de representación (procurador), y defensa (abogado), estableciéndose como obligatoria salvo en casos excepcionales la intervención de ambos, y declarándose incompatible el ejercicio simultáneo de dichas actividades. En el Libro primero, título primero, sección primera “De los litigantes, Procuradores y Abogados”, artículos 2 al 12, se declara que “la comparecencia en juicio será por medio de Procurador legalmente habilitado para funcionar en el Juzgado o Tribunal que conozca de los autos, y con poder declarado bastante por un Letrado. El poder se acompañará precisamente con el primer escrito, al que no se dará curso sin este requisito, aunque contenga la protesta de presentarlo” (art. 3). Las excepciones a la regla, es decir, a la obligada intervención del procurador, se expondrán en el artículo 4, regulándose el cese de la representación en el artículo 9. Vemos como la obligatoriedad de la representación en juicio mediante procurador se constituye como regla de aplicación general, siguiendo la pauta iniciada con la Ley de Enjuiciamiento Civil de 1855, y continuada con la de 1881 y disposiciones posteriores.
Por su parte, la Ley Orgánica del Poder Judicial, de 1 de julio de 1985, y en lo que respecta a los procuradores, “vino a establecer la exclusiva de los Procuradores en la representación de las partes en todo tipo de procesos como norma general”. En el Libro V, título II “De los Abogados y Procuradores”, artículos 436 al 442, se legisla la figura de estos últimos, otorgándoles la categoría de personas que cooperan con la administración de Justicia. El artículo 438.1 establece que “corresponde exclusivamente a los Procuradores la representación de las partes en todo tipo de procesos, salvo cuando la Ley autorice otra cosa”. El término “representación” aplicado en el contexto de la citada Ley, adquiere su máximo valor si recordamos la doble vertiente de que se inviste la función del procurador; de un lado conectada al cliente y por tanto dotada de un matiz privado, y de otra relacionada con el abogado y por ello con una dimensión de carácter público, al unirse a éste en la consagración del derecho a la defensa. Una doble disposición que debemos circunscribir en todo momento dentro del ámbito en que se resuelve la identidad del procurador, cuál es su relación “con” el proceso, y más allá, su intervención “dentro” del proceso, ya que no es posible buscar la representación fuera de la intervención procesal. Reseñar por último que la Ley recoge el derecho a la defensa gratuita, artículo 20.1, “la Justicia será gratuita en los supuestos que establezca la ley”, concepto presente ya en la Constitución de 1978 (art. 119). Un derecho que ha motivado la aparición de la Ley de Asistencia Jurídica Gratuita, de 10 de enero de 1996, y que regula desde el 12 de julio de ese mismo año la prestación del beneficio de Justicia gratuita.
Finaliza aquí un recorrido en el que hemos acompañado a los procuradores a lo largo de su dilatada e intensa historia. Como colofón resaltar la fuerza y el arraigo que en la actualidad han alcanzado estos profesionales del Derecho, tal y como lo demuestra su grado de relevancia en el desarrollo procesal, su masiva extensión por todo el país, o el alto nivel técnico alcanzado en sus actuaciones. Saber en cualquier caso, que es su pasado espejo lo suficientemente grande para que se reflejen en él los éxitos de su futuro.